El gusanillo de la escritura

por Oct 4, 2019Escribir es de locos2 Comentarios

Ay, el gusanillo, el gusanillo de la escritura… ¿Cuándo empieza a roer el corazón de los escritores? ¿En la infancia, en la adolescencia, a las puertas de la jubilación, en el lecho de muerte? La mayoría de los escritores dicen que no existe un momento concreto, que la vocación no les llega de golpe, como si les cayera un rayo del cielo o un tiesto de un balcón, si no que es más parecido a una lenta erosión. Sin embargo, cuando los periodistas nos preguntan por qué escribimos, siempre esperan que les desvelemos algún episodio de nuestra infancia que nos abocó irremediablemente a la escritura. Un episodio desencadenante, cuanto más traumático mejor, como el que convirtió a Bruce Wayne en Batman

De tanto tener que responder a esta pregunta, yo me vi obligado a ahondar en mi memoria para comprobar si realmente existía un momento así, alguna súbita iluminación que desmintiera que la escritura me había seducido sin prisas, gradualmente, como la señora Robinson. Y creí encontrar uno que podía servir.

 

UNA HISTORIA EMOCIONANTE

 

Sucedió un ventoso septiembre de 1979, cuando yo tenía 11 años. Por aquel entonces, mi padre realizaba un viaje anual desde nuestro pueblo a la capital por cuestiones de trabajo, y allí pasaba tres o cuatro días, tras los que volvía cargado de regalos para su numerosa prole. Siempre eran juguetes, pero esa vez trajo algo que no se podía tocar: una historia, y era de ciencia ficción. Había entrado en un cine y había visto una película de estreno, de esas que por aquellos años no llegaban a los cines de provincia, invadidos por los mamporros de Bruce Lee y las correrías libidinosas de Jaimito, hasta mucho tiempo después. Y le había entusiasmado tanto que no pudo resistirse a contárnosla con la minuciosidad y emoción de un trovador antiguo. Era la historia de un carguero espacial que, respondiendo una señal de auxilio, aterrizaba en un planeta donde descubría unos misteriosos huevos. Mientras la tripulación los estudiaba, uno de ellos liberaba una extraña criatura que se adhería como una macabra ventosa al casco de uno de los oficiales, para algunas escenas después provocarle la muerte surgiendo de su estómago en una estremecedora erupción de sangre y tripas. Y mientras mi padre contaba la cacería que tenía lugar a continuación por las tenebrosas entrañas del carguero, mi imaginación iba traduciéndolo todo en imágenes, incluido aquel bichejo cuya sangre era ácido.

Unos años después, gracias a la irrupción del video doméstico, pude ver al fin aquella película, pero pese a las fascinantes imágenes de Ridley Scott y los desasosegantes diseños de H. R. Giger, siempre preferiré las escenas que transcurrieron en mi mente, exceptuando, claro, aquella en la que la suboficial Ripley se quedaba en ropa interior para ponerse el traje espacial, convirtiéndose de paso en uno de los mitos eróticos de los ochenta.

Ahora creo que, si hubo un momento en el que me convertí en escritor, no fue cuando publiqué mi primer libro, sino aquel día en el que, metido en la cama, me pasé toda la noche tratando de inventar una historia tan emocionante como la que acababa de escuchar de labios de mi padre. Supe entonces que yo quería despertar esas reacciones en los demás, que nada me haría más feliz en la vida que emocionar a alguien con una historia inventada por mí: hacerle reír, llorar, temblar, suspirar, reflexionar, tal vez enamorarse.

 

QUERIDO DIARIO

 

Así que eso es lo que respondo, con mayor o menor detalle, cada vez que un periodista me pregunta por qué soy escritor y la respuesta real —que lo soy porque me gusta— se me antoja sosa o decepcionante. Pero como es una respuesta bastante larga y, a veces, dispongo de menos espacio o tiempo para contestar, inventé también una versión corta:

Sucedió en las navidades de 1981. Yo tenía trece años y mi hermana doce, unas edades que el bueno de Papá Noel juzgó adecuadas para dejarnos junto a nuestros zapatos un diario. Tenía el lomo de piel, adornado con arabescos dorados, y en sus impolutas páginas nos entregamos mi hermana y yo a destapar el corazón por vez primera, con la torpeza del niño que abre un tarro de mermelada. Allí quedaron inmortalizadas, con profusión de faltas de ortografía, nuestras primeras cuitas amorosas, nuestras tempranas y temerarias reflexiones, nuestro desconcierto, en fin, ante la vida que empezaba a arrastrarnos. Pero mientras ella lo escondía bajo su colchón —donde yo acudía puntualmente a leer cada entrada, todo aquello que no me contaba, como si fuera un serial victoriano—, yo, en cambio, lo dejaba estratégicamente olvidado en cualquier parte porque quería que todo el que pasara por allí pudiera leerlo. Fue así como descubrí que quería ser escritor.

¿Cual de las dos anécdotas es la desencadenante de mi vocación?, os preguntaréis. Probablemente las dos, o puede que ninguna. Porque en el fondo, como la mayoría de los escritores dicen, la vocación no nos fulmina de repente, si no que lo hace de manera lenta, gradual, sin fanfarrias. Posiblemente ni nos demos cuenta del contagio. 

 

ESCRIBIR O NO ESCRIBIR

 

H. G. Wells se aficionó a la literatura porque un accidente lo postró en cama un largo periodo, y cinco años más tarde, escribió La Máquina del Tiempo. Lo sé de buena tinta (como para no saberlo). Michael Crichton, por su parte, dejó de estudiar medicina para ponerse a escribir. John Grishman hizo lo propio con la abogacía, azuzado por un caso especialmente violento que le llevó a preguntarse qué pasaría si el padre de las víctimas asesinaba a los culpables por su cuenta, y esa historia se convirtió en su primer bestseller. Andy Weir montó un blog por el simple placer de especular sobre cómo sobreviviría un astronauta náufrago en Marte, y su bitácora tuvo tanto éxito que se lió la manta a la cabeza y publicó un libro, que no tardó en convertirse en superventas y ser adaptado por Hollywood (El Marciano es considerada por la N.A.S.A. como la película de ciencia ficción más real de la historia). Gabriel García Márquez no se interesó por la escritura hasta que leyó la primera línea de La Metamorfosis, y comprendió lleno de pasmo que la literatura no tenía límites. Stephen King empezó a escribir desde pequeño para vender los relatos a sus compañeros de colegio y aliviar su escasa economía familiar. J. K. Rowling empezó a escribir a los cinco años. Etc, etc…

¿Son verdad estos testimonios, o improvisadas adaptaciones para satisfacer a periodistas de mirada ávida? Poco importa. Da igual el desencadenante. En todos los casos se puede establecer un patrón: el que es escritor lo es por vocación, y encuentra en la literatura el mejor modo de contar una historia y, de paso, apaciguar su alma.  Y entonces, voilá, el insidioso gusanillo que no deja de roerle por dentro emergerá de la crisálida de palabras convertido en un lepidóptero de bellas alas y hermosos colores. 

 

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