La madriguera del conejo

NO POR DONDE EMPEZAR, SI NO DONDE
La mayoría de los manuales de escritura empiezan recomendado al aprendiz de escritor que, antes de sentarse a escribir, se fabrique un espacio de escritura, ya sea en su propia casa o en cualquier otro lugar en el que se encuentre cómodo, como una biblioteca o una cafetería, por citar solo un par de propuestas lógicas, porque en esa búsqueda del espacio de escritura no hay que hacer ascos a ningún lugar si en él nos sentimos a gusto para crear. Y aquí se suele citar como ejemplo paradigmático a Carver, que escribía en su coche, presumiblemente aparcado, sin olvidarnos de Onetti y Proust, que escribían postrados en la cama, como enfermos de neumonía, ni mucho menos de Hemingway, que para llevarles la contraria, escribía de pie, con sus inmensas pantuflas asentadas sobre una piel de antílope que se había traído de uno de sus safari africanos.
Aparte del lugar físico, también se recomienda a los escritores primerizos que conquisten un espacio de tiempo, es decir, que reserven unas horas en su rutina diaria para escribir. Y lo más importante: que las personas que conviven con él respeten ese momento. Tras la puerta, está teniendo lugar la alquimia de la escritura, así que solo si la casa se quema o el hámster amenaza con suicidarse, han de irrumpir en su cubil.
Es posible que en este primer punto el aprendiz de escritor ya tire la toalla, porque aunque pueda parecerlo, ninguna de las dos cosas son sencillas de conseguir, especialmente la primera. Dada las escasas dimensiones de los pisos actuales, basta con que apenas hayas empezado a esbozar una familia para que no puedas agenciarte una habitación como despacho sin atentar contra el espacio familiar. A veces es un lujo que ni los escritores profesionales pueden permitirse.
UN DESPACHO IDEAL
Yo mismo, durante mucho tiempo, fui un escritor sin despacho. Algo terrible en mi caso, pues desde que empecé a escribir, comencé a soñar con un despacho ideal en el que poder hacerlo. Veía los despachos de los escritores del momento que mostraban los suplementos culturales, unos imponentes estudios donde solía reinar una mesa descomunal e historiada, rebosante de montañas de carpetas y papeles, y al fondo unas estanterías atestadas de libros, en cuyos bordes se acumulaban, como en un pintoresco mercadillo, una colección de objetos dispares, cosechados a lo largo de su quehacer de escritor: esculturas de algún premio con solera, fotos de sus escritores preferidos, fetiches de cine, postales de la tumba de Rilke, un poema corregido de Pessoa, un facsímil de la firma de Dickens, toda esa cacharrería a las que solo dan valor los escritores.
Supongo que la indeleble huella que dejaron en mí esos reportajes se debía a que por aquellos años yo escribía en mi propio dormitorio, que además compartía con mi hermano. Allí, bajo la ventana, había una mesa que asaltábamos por turnos, donde colocaba una vieja máquina de escribir cuyas teclas picaba con dos dedos, produciendo un sonido como de pájaro carpintero que se derramaba por la casa al ritmo de mi imaginación.
Cuando me mudé de ciudad para estudiar la carrera universitaria, logré al fin una habitación propia, como Virginia Woolf. Pero mi lugar de escritura, una pequeña mesa de ordenador y alguna estantería robada del salón, distaba mucho de aquellos despachos idílicos que me atormentaban en sueños. Fue en esos amagos de despacho que se sucedían a medida que nos cambiábamos de piso, donde di forma a mi primer libro de cuentos, El vigilante de la salamandra, mientras en mi mente mi despacho ideal se iba redecorando una y otra vez.
Ahora, siete u ocho despachos después, puedo decir dos cosas. La primera, que amueblar un despacho es aprender a conocerte a ti mismo: descubrir que prefieres la mesa contra la pared que en medio de la habitación, que las estanterías deben estar a mano, que si no hay espacio para que entre con holgura un sillón de lectura mejor no meterlo, porque no harás más que chocar con él, y cosas así…
Y la segunda, que aquellos despachos idílicos de las revistas son una rara avis en el gremio. Cada uno debe ceñirse a las dimensiones que tiene. He visto a escritores atrincherados en despachos mínimos, en habitaciones atiborradas de los juguetes de sus hijos, e incluso a un escritor superventas que ni siquiera tenía despacho y escribía en un rincón del salón, con el gato de la familia dormitando sobre el monitor, el televisor tronando y su mujer mandándole a por huevos en mitad de la descripción de una batalla naval.
Hay también escritores que, aun teniendo despachos, prefieren escribir fuera de casa, en cafeterías, bibliotecas y sitios así. Supongo que se sienten mejor escribiendo mientras sienten el pulso de la vida a su alrededor, que a solas consigo mismos en un cuartito. Parece que así el solitario trabajo de juntar letras es menos solitario, un poco más social. Cortázar escribía en los cafés de París, por ejemplo, y conozco algunos amigos que escriben en cafeterías, donde incluso tienen una mesa reservada. Es algo que yo nunca he hecho, la verdad. Para mí escribir es algo íntimo, y no me gusta hacerlo en público.
RODEATE DE LO QUE MÁS QUIERES
Pero, ¿cuáles son las características recomendables que ha de tener un despacho? ¿Cómo debemos amueblar esa madriguera de conejo por donde, como Alicia, caeremos a un país de maravillas? Al igual que en la batcueva de Batman resulta imprescindible una super-computadora desde la que poder vigilar hasta el último rincón de Gotham, un laboratorio forense, una pequeña enfermería y un túnel oculto tras el telón de una cascada de la que emerger con el batmóvil, el estudio del escritor debe contar con una mesa lo suficientemente grande como para dar cabida al ordenador, nuestras libretas de notas, nuestros libros de consulta, los diccionarios e incluso algunas obras de nuestros escritores fetiches, esas que siempre suponen un chute de inspiración. También tiene que haber algunas estanterías, evidentemente, tanto para los libros de otros como para los nuestros. En el caso de que estemos construyendo una trayectoria profesional, ver cómo crece nuestra obra siempre es un aliciente para continuar, pues cada libro publicado es la encarnación física de una mezcla abstracta de trabajo, ilusión y miedo. Si sobra espacio, tampoco vendría mal un sillón de lectura, para descansar la espalda, cargar las pilas releyendo a otros o corrigiendo cómodamente nuestro trabajo del día. Y, por último, conviene que el despacho cuente con una ventana para poder escribir con luz natural y asomarte a ella en los momentos de descanso y reflexión. Ver la vida palpitando allí fuera nos ayuda a sentirnos menos solos y presta a nuestra labor solitaria un barniz heroico. Muñoz Molina lo clavó con su tino habitual al declarar: “Todos mis despachos han sido muy parecidos. Sitios en los que me gusta sentirme protegido y que al mismo tiempo tengan una cierta proyección al exterior”.
DE DIA O DE NOCHE
Un despacho cómodo nos ayudará, qué duda cabe, pero creo que también es importante que conozcamos cual es nuestro momento del día de mayor creatividad, ese donde la imaginación es más juguetona y las frases nos salen solas, como quien dice. Hay escritores que prefieren escribir de día y otros de noche. Estos últimos se pasan el día durmiendo y escriben mientras la ciudad duerme, sin ruidos de ningún tipo, con un termo de café o un whisky al lado. Es algo que yo tampoco he hecho, supongo que al no poder practicarlo en la adolescencia por compartir habitación, no adquirí el hábito, y ahora soy escritor diurno. O más bien de mañanas. Ese es mi periodo de máxima creatividad, con la cabeza despejada y recién duchado. Según afirma la cronobiología, también los cirujanos operan mejor por la mañana, y los profesores aprueban más exámenes.
Pero contemos con un despacho propio, un rincón en el cuarto de la lavadora o una mesa reservada en alguna cafetería, lo más importante es sentarnos a escribir sin presiones, con la misma predisposición de quien va a jugar al parchís o al dominó. No tenéis que escribir una obra maestra, porque en el fondo, eso no lo decidiréis vosotros. Simplemente enfrenta el papel con tranquilidad y confianza, y escribe lo mejor que puedas, con paciencia y honestidad, pensando siempre en que alguien tendrá que leerlo, que no es un diario en clave que solo has de entender tú. Y, sobre todo, diviértete y disfruta de la posibilidad de ser otros. La escritura te permite ser un pirata o un espía o un alienígena o un jorobado enamorado o incluso un animal. Te permite tener otra moral, vivir amores imposibles y hasta morir heroicamente en una guerra. Puedes hasta ser un escritor que ha escrito una obra maestra.

Estos artículos, en una versión más extendida, compondrán mi manual de escritura ESCRIBIR ES DE LOCOS, que será publicado en mayo por la editorial Destino